domingo, 27 de octubre de 2013

Franco asesinó a todos los poetas que pudo

Por Daniel Ares. Escritor

El miércoles 30 se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de Miguel Hernández, pastor de cabras, semianalfabeto y último poeta clásico de la lengua castellana. Voluntario de la República, fue más asesinado que muerto en las cárceles franquistas a la edad de 31 años, y al cabo de una obra que vivirá siempre.
“¿Esta es mi tumba, o mi bóveda materna?”
M.H.
En Orihuela, España, entre Murcia y Alicante, un día como un rayo, nació Miguel Hernández, junto a cabras y pastores, porque tal era su destino: ser pastor de cabras, y ser, además, el último poeta clásico de la lengua castellana. Ninguno como él sería tan fugaz y tan eterno, tan leve y tan hondo, tan popular y tan exquisito, tan querido, y tan maltratado.
Su par, su amigo, el Premio Nobel Vicente Aleixandre, lo dijo al despedirlo: “Has muerto tú, Miguel, el más puro y verdadero, tú, el más real de todos, tú, el no desaparecido”.
Miguel Hernández Gilabert era su nombre completo y había nacido un 30 de octubre de 1910. Era el hijo menor de doña Concepción Gilabert Ginés, y de don Miguel Hernández Sánchez, pastor de cabras y labriego. Y en su casa, cuando Miguel nació, fueron seis y ya eran muchos y muy pobres y ninguno merecía mejor suerte que los otros: cuidar rebaños ajenos, y arar la tierra hasta morir.
De nada sirvieron las muchas recomendaciones de los jesuitas del colegio de Santo Domingo de Orihuela, que pronto advierten un destello distinto en el hijo del pastor. De nada. Su padre no entiende por qué el niño debía ser algo más o mejor que sus hermanos. Apenas segundo grado, apenas leer y escribir, y al monte y a pastar, que las cabras no leen...
Y su padre se equivocaba, pero acertaba. El monte y las cabras, leer y escribir, sería suficiente. Con eso Miguel tendrá bastante. Eso le bastará para labrar, en el aire de su siglo, una obra extraordinaria. La naturaleza toda, unas pocas lecturas, lápiz y papel, y el resto fue oficio. Pronto lo supo. Lo sintió entre sus cabras.
Perito en lunas, lo maravillaba todo: la luciérnaga y el ocaso, el ruiseñor y el estiércol, las herramientas y las estrellas, la arquitectura de un limón y el estruendo de las vacas cuando llegaba mayo. Maravillado por todo, ya no pudo evitarlo y se largó a escribir. Y escribe y se descubre mientras escribe, y busca con desesperación a quién contarle todo, a quién decirle cuánto, con quién querer lo que tanto quería.
Es 1925, Miguel tiene apenas quince años, nada más que segundo grado, y en la soledad del monte, su genio se desborda sin que él entienda qué le pasa. Es entonces cuando se le cruza, en Orihuela, el célebre y para siempre desconocido Ramón Sijé, su mentor, su gran amigo, quien pocos años más tarde “se le morirá como el rayo” desgarrando a Miguel en endecasílabos perfectos: “No hay extensión más grande que mi herida / lloro mi desventura y sus conjuntos / y siento más tu muerte que mi vida”...
Pero todavía faltaba un poco para todo ese sufrir. Faltaban, si se quiere, los mejores años de su corta vida. Acaso los únicos años buenos antes del horror y del final.
***
Por el momento, Miguel es un adolescente alucinado por la gracia que contiene sin poder comprenderla. Es “el rayo que le habita el corazón de exasperadas fieras”. Sijé, que sí lo entiende, le alcanza hasta sus cabras los clásicos dorados y los mejores modernos: Góngora y Garcilaso, Quevedo, Rubén Darío, Antonio Machado y don Juan Ramón Jiménez, brillando todos tan lejanos como estrellas verdaderas... Nada le gustaría más que escribir como ellos... pero de vuelta a la tierra, allí están sus cabras, el campo, y la pequeña aldea donde por las noches se reúne con sus amigos, en la Calle de Arriba, en Orihuela siempre. Discuten el Siglo de Oro, son devotos de Gabriel Miró, católicos como corresponde, no faltan a la iglesia y después juegan al fútbol y montan una compañía de teatro que se llama La Farsa y en la que Miguel es primer actor mientras escribe sin parar. Sijé ya sabe –lo percibe– que ese muchacho es quien es: Miguel Hernández. Lo percibe, y le avisa.
Le dice que se tiene que ir a Madrid, que allí tiene que llevar sus versos, que allá está la cosa, los poetas, los hombres que tiene que conocer y que tienen que conocerlo, en Madrid, en la gran Capital, donde no quedan cabras, donde tiene que ir, insiste y lo convence, y allí va Miguel.
Con 21 años, por primera vez, el pastor abandona su rebaño. Encarpeta sus mejores poemas, y con un traje de señorito que le presta Ramón, parte hacia la Capital del mundo. Es 1931. La vida bohemia, el ritmo de las grandes vías, Madrid y el contraste brutal con el paisaje de sus ojos, primero lo aturden y enseguida lo cansan. Perdido y desconocido tan lejos de todo, sólo piensa en volver. Y vuelve.
Ese primer paso por Madrid será tan breve como estéril y no dejará otro rastro que una entrevista sin eco en el periódico Estampa, con dos fotos al pie. En una se lo ve de traje y corbata y completamente azorado, como un hombre que ve bailar su propia estatua. En la otra no, en la otra aparece sentado en Orihuela, ya más tranquilo entre sus cabras. El periodista remata el artículo “con la esperanza de que el Ayuntamiento de Orihuela o la Diputación Alicantina, le tiendan una mano, le ayuden a estudiar”.
Pero ni ayuntamiento ni nada. Nadie le da una mano y Miguel abandona Madrid sin un duro ni una esperanza, y para peor, cuando llega a su pueblo, descubre que el que se fue nunca vuelve porque por mucho que vuelva, ya no es el que se fue. Ahora su tierra no le basta. Allí tan sólo está Ramón Sijé y con eso no alcanza. Siente crecer el silencio y ve cómo se lo devora la soledad. Tiene que salir de allí, tiene que darse a conocer, quiere cantar y que lo escuchen. Sijé lo calma. Ya todo está por ocurrir.
En Murcia, en 1933, se publica su primer libro de poemas: Perito en lunas, cuyos versos –octavas reales– sorprenden no sólo por la destreza de la forma y la rara armonía de su cadencia, sino también por el disloque de la sintaxis y su fuerza terrenal pero divina. Ya desde el prólogo lo avisa Sijé: “Su poesía, con musculatura marina de grumete, es, tan sólo, transmutación, milagro y virtud”. Y canta Miguel y lo sostiene: “Patio de la vecindad menos vecino / del que al fin pesa más y más se abisma / abre otro túnel bajo tus flores / para hace más subterráneos mis amores”.
Desinhibido como desbocado ante la aparición de su primer libro, Miguel, para venderlo mejor, para que lo conozcan del todo, para que lo escuchen de verdad, se larga por las calles a vocear sus propios versos, a sólo un duro por ejemplar. Elige una esquina, la más transitada, despliega una sábana a manera de telón con dibujitos que él mismo pintó, y en un rincón cuelga una jaula, donde en lugar de un canario, lleva encerrado un limón. Y canta: “Hablo y el corazón me sale en el aliento”. Y a la gente le gusta. Le divierte. Miguel los contagia en su entusiasmo, les vende sus libros, y así les deja sus versos para que no se mueran nunca cuando después lo maten.
Pero falta todavía. Falta poco pero hay mucho que escribir. Recién va por el auto sacramental de Quién te ha visto y quién te ve, recién son las primeras odas, las primeras elegías, los primeros sonetos más perfectos de la lengua castellana de su siglo. Falta para el calvario y la crucifixión. Falta toda la pasión que le queda y lo condena.
Ramón Sijé siempre a su lado. Fraternal, decidido, comisionado por los hados de un magnífico destino, lo lleva de su mano por las mejores lecturas y consejos. Miguel ya es todo un escritor ante los suyos, y hasta publica un par de prosas poéticas en el periódico La Verdad de Murcia. Pero eso no basta para comer, y hay que buscar trabajo.
En 1934 se emplea en una notaría cerca de la calle Mayor, por la que ahora pasa a diario. Y allí hay un taller y en ese taller hay una mujer: Josefina Manresa, la mujer de su vida. Y Miguel se enamora como un poeta.
Ahora sus versos tienen un destino cierto: ella. Y le dice y le dice entre sonetos inmortales “cada vez que te veo entre las flores / de los huertos de marzo sobre el río / ansias me dan de hacer un pío pío / al modo de los puros ruiseñores”. Pero ella es tímida y devota, sabe que no tiene que responderle por mucho que Miguel jamás se rinda: “Como el toro te sigo y te persigo / y dejas mi deseo en una espada / como el toro vencido, como el toro”.
Pero esa historia también estaba escrita. Un día Josefina le dijo que sí, y ese día él le entrega los días que le quedan. Miguel es feliz: “No salieron jamás / del vergel del abrazo / y ante el rojo rosal de los besos rodaron”.
El auto sacramental de Quién te ha visto y quién te ve está terminado. Ahora fluyen imparables los poemas de Imagen de tu huella, y muchos de los sonetos que serán parte de El rayo que no cesa. Su voz madura en cada verso, su expresión se aclara y vigoriza, y el amor de Josefina le da el impulso que faltaba: vuelve a Madrid. Esta vez será distinto, lo sabe y lo decide. Será su triunfo y su consagración. Será el último estertor de la alegría.
***
Quién te ha visto y quién te ve, por su propio gracia, es publicado en la revista Cruz y Raya no bien pisa Madrid, y ya se paran para aplaudirlo colegas y académicos que de golpe descubren un poeta fantástico donde recién había apenas un pastor. Esta vez fue distinto.
Pronto consigue trabajo escribiendo en una enciclopedia sobre toros. Por la gracia de su pureza, por su “cara de surco articulado”, dice Neruda; por el agua fresca de su risa, pero sobre todo por sus versos, lo mejor de su generación le abre los brazos y las puertas. Sus nuevos amigos son todos artistas y poetas como él. Pasa noches indelebles con Pablo Neruda, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca... Ahora Miguel ya es Hernández. Madrid, la gran capital, por fin le pertenece. Pagará su precio.
Extraña el pueblo, la sencillez de sus paisanos; su amor por Josefina se desdibuja con la distancia, y otra mujer acecha. Es una pintora madrileña que nada tiene que ver con la novia de su pueblo. Miguel no puede con eso, y le escribe a Josefina: “Me parece que no soy el hombre que tú necesitas”... Pero Josefina decide esperarlo, sabe que aquello pasará. Y pasa.
Un día Miguel volverá y se casará con ella. Entonces será otro, distinto, uno más célebre, más grave, menos sonriente, ya roto por dentro después de la muerte repentina de su amigo Sijé, una noche de Navidad, cuando nadie lo esperaba porque tenía nada más que 22 años. Es un golpe brutal pero es sólo el primero. “Es la única muerte que me ha hecho llorar aun dormido”. No sabe que el horror ha comenzado.
España se parte en dos. La guerra civil está por estallar. Se huele el odio y la revancha por las calles y tabernas de Madrid. Pero el rayo no cesa. A principios de 1936 aparece El rayo que no cesa, y con él su consagración. Se instala en el olimpo de las letras españolas. Juan Ramón Jiménez habla del “estupendo muchacho de Orihuela”; Dámaso Alonso dice que es “el epígono genial de la generación del 27”, y don Ortega y Gasset lo quiere en su revista. España alumbra un nuevo gran poeta. Miguel esplende con luz propia, y acaso aquella fuera la razón de su desgracia. Era la hora de la sombra.
En junio de 1936, ni bien termina su obra de teatro El labrador de más aire, se desata la Guerra Civil y toda su muerte.
Sin dejar de escribir se ofrece como voluntario en defensa de “la España de las pobrezas”. Como flores de sangre, ahora concibe y canta sus versos en las trincheras republicanas, fusil en mano.
Su filiación comunista ya es pública y confesa, ya no canta “a los azules limonares”, ahora canta batallas. “Por mucho que un cadáver se defienda / la muerte está sitiada, acorralada / cercada por la vida más tremenda”.
El 9 de enero de 1937 pide licencia a su comando y se casa con Josefina. Diez días después ya está de vuelta en el frente, en Teruel: “Yo me encontré con ese comandante / bajo la luz de los dinamiteros / en el camino de Teruel, delante”.
Canta para espantar a la muerte, pero la muerte no se asusta y lo persigue. Ya mataron a Lorca, ya vienen por él, ya los tiene encima, los ve llegar y los enfrenta: “He vuelto al tigre / he vuelto a la garra / aparta, hijo / aparta o te destrozo”, rápido escribe, furioso casi: hay un coro de infortunios que lo cercan.
Sólo una alegría le queda por vivir, y será para siempre una tristeza. El 19 de diciembre de 1937 nace su primer hijo, un varón. “Fue la primera vez de la alegría / la sola vez de su total imagen”. Pero diez meses después el niño muere. “En la casa falta un cuerpo / que en la tierra se desborda”.
Recién volverá a sonreír el 10 de enero de 1939, cuando le avisan que nació su segundo hijo mientras él combate y sueña con el fin de la contienda y la victoria de los suyos, los buenos, los pobres. Es la etapa de El hombre acecha: “Tened presente el hambre, recordad su pasado / turbio de capataces que pagaban con plomo / aquel jornal al precio de la sangre cobrado / con yugos en el alma, con golpes en el lomo”: Ha vuelto a creer, y canta.
Pero apenas el 28 de marzo se termina todo. Las tropas del general Francisco Franco alcanzan Madrid y decretan su victoria. La República ha sido derrotada. Así terminan la guerra, sus sueños, y su suerte. Debe escapar.
Huye primero a Sevilla, busca a un amigo que no encuentra, sigue hasta Huelva, quiere cruzar a Portugal, tal vez le den asilo en la embajada de Chile, piensa, es amigo de Neruda, les dirá, pero no... en el paso de Salazar los guardias fronterizos lo reconocen, y lo detienen y lo encierran.
Primero van a tirarlo en la Penitenciaría de Torrijos, en Madrid. Desde allí les escribe a su mujer y a sus cuñadas, se angustia por la pobreza en la que ha de crecer su hijo, “mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche”, les escribe, siempre escribe, cartas y poemas, reclamos y protestas, escribe entre parásitos, sarna y malos tratos. Su salud se resiente, pero no lo dice en sus cartas. En sus cartas hace dibujitos que divierten a sus criadas.
Tal vez pensaba que la pesadilla era sólo eso. Sus compañeros de pabellón lo recuerdan animado, organiza recitales y cenas donde aprende a fumar, hasta que un día, de pronto, lo sueltan. Algunos amigos interceden ante un obispo allegado a Franco, le muestran el auto sacramental, sus pasajes más católicos, y lo excarcelan. Loco de alegría, no se imagina lo que viene.
Contra todos los consejos de todos, se niega a abandonar España, y elige ir a Orihuela, con Josefina. Confunde el final de la guerra con el principio de la paz, y vuelve a los suyos, a su pueblo, a sus poemas y sus cabras. Pero es un error y será el último. Allí donde más lo conocen es donde menos lo quieren. Apenas llega lo detienen. Ahora sí que no habrá en adelante más que golpes, desidia, hambre, tuberculosis y más golpes. “Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero / ata a ese hombre: no le atarás el alma”, escupe en versos de saliva y sangre.
De la cárcel de su pueblo es trasladado a la penitenciaría del Conde de Torreno, en Madrid, en diciembre del ’39. En septiembre del ’40 lo condenan a muerte y lo arrojan en la prisión provincial de Palencia, hasta noviembre, cuando irá de vuelta para Madrid, y de allí al penal de Ocaña, donde más y más le pegan mientras tose y escribe, para el hijo que no conoce: “Tu risa me hace libre, me pone alas / soledades me quita, cárcel me arranca”.
A fines de 1940, conmutan su pena de muerte por 30 años de prisión. En el ’41 consigue que lo trasladen al penal de Alicante, donde por fin puede ver y tocar a “su niño”, y donde muere a los pocos meses abatido por la tuberculosis... Algunos últimos amigos tramitan una internación urgente, pero ya es tarde. Con las fuerzas del final, Miguel talla en la pared de su celda: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos... despedidme del sol y de los trigos”.
Era el 28 de marzo de 1942. Por las calles de España la mitad de España reventaba en festejos, había fuegos de artificios y verbenas populares que duraron hasta el amanecer. Se cumplía el tercer aniversario de la victoria franquista. Casi nadie esa noche supo que en una celda inmunda, enfermo y abandonado, con 31 años, era muerto Miguel Hernández que allí dejaba sus versos para que no se mueran nunca.

Franco fue asesino de españoles y de españoles poetas... 

jueves, 27 de junio de 2013

Julian Assange personifica el derecho natural a la información

Baltasar Garzón: Reino Unido debe dar salvoconducto a Assange

El jurista español, quien lidera la defensa del fundador de WikiLeaks, dijo que de lo contrario acudirán a instancias internacionales.

Baltasar Garzón: Reino Unido debe dar salvoconducto a Assange
El ex juez Baltasar Garzón, quien lidera el equipo de defensa de Julian Assange y WikiLeaks, dijo este jueves al diario El País de España, que Reino Unido está obligado a dejar salir del país al periodista australiano, una vez que Ecuador le ha concedido el asilo diplomático.
"Lo que tiene que hacer Reino Unido es aplicar las obligaciones diplomáticas de la Convención del Refugiado y dejarle marchar dándole un salvoconducto. De lo contrario, acudiremos a la Corte Internacional de Justicia", apuntó el jurista español.
Garzón también criticó la actitud del Reino Unido y la amenaza de asaltar la Embajada ecuatoriana en Londres para arrestar a Assange y extraditarlo a Suecia.
En ese sentido, indicó que el Gobierno británico tiene que cumplir la Convención del Refugiado y respetar "el riesgo que corre una persona víctima de una persecución política".
Según El País, el ex juez de Audiencia Nacional española mantuvo anoche una conversación con el fundador de Wikileaks desde República Dominicana, donde asiste a la posesión del nuevo presidente, Danilo Medina.
"Estaba muy confiado en que le fueran a conceder el asilo, como así ha sido. Le vi muy tranquilo y fuerte de ánimo. Sabe que tiene la razón de su parte", acotó.
Garzón, al igual que Assange, considera que la vida del periodista australiano "corre peligro" y que su entrega al país escandinavo por parte de Reino Unido sea solo una excusa para desde allí llevarlo a Estados Unidos, donde sería juzgado por la información de los cables diplomáticos revelados a través del portal WikiLeaks.